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PEPE RIVERA

escudoA continuación ofrecemos el texto íntegro del artículo publicado en Diario de Sevilla y firmado por Carlos Colón, a modo de homenaje a título póstumo tras el fallecimiento de Pepe Rivera

PEPE RIVERA

Por CARLOS COLÓN
Diario de Sevilla. 15 de agosto de 2006

Con tanto amor habrá llevado Dios a su gloria a Pepe Rivera como él llevó su más cierta imagen por las calles de Sevilla cuando fue diputado mayor de gobierno de la hermandad del Gran Poder. Era entonces hermano mayor Miguel Lasso de la Vega Marañón y a través de él conocí a Pepe Rivera, a quien profesaba sincero cariño y admiración. El cariño venía de la amistad que había anudado entre ellos Paco Soro, prioste del Señor; la admiración, de su abnegada dedicación a su hermandad de San Roque. Porque Pepe Rivera era mucho del Señor, pero todo de San Roque. Sirvió a su hermandad en todos los cargos, entre ellos el de Hermano Mayor y el de mayordomo durante 27 años consecutivos, siendo nombrado por ello Mayordomo Perpetuo Honorario y recibiendo la medalla de oro de la Hermandad. Para entonces, era 1972 y tenía 58 años, había hecho por ella todo lo que es humanamente posible hacer. Incluso renacerla de sus cenizas cuando lo perdió todo, hasta sus imágenes, tras el incendio intencionado de San Roque en 1936.

Pepe Rivera y los cofrades de San Roque de su generación, como el inolvidable Manuel Merchante, conocieron las salidas procesionales desde San Ildefonso o el Buen Suceso sin sus imágenes, sólo con el paso del Señor –lo único que se salvó junto a la corona de la Virgen– sobre el que iba una modesta Virgen de Manuel Vergara al pie de una cruz vacía, acompañada por nazarenos con túnicas prestadas por la hermandad de San Bernardo o de los Gitanos. Hasta 1939 no tuvieron sus actuales imágenes y hasta 1944 no pudieron regresar a San Roque. Y no quedó ahí la cosa: robos –como el famoso de la corona en 1946– o riadas pusieron a prueba, sin quitarle su luminosa sonrisa de Domingo de Ramos, a la joven hermandad; y Pepe Rivera estuvo siempre allí, como si la hermandad fuera su segunda familia o, mejor aún, una segunda esposa a la que hubiera prometido fidelidad en la pobreza y en la riqueza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte los separara.

Ahora que ha cumplido este compromiso hasta el final, sea para él la luz perpetua de una interminable tarde de Domingo de Ramos en una plaza de Carmen Benítez repleta de almas buenas de Puñonrostro, Júpiter o Amador de los Ríos, polkas y retretas de la Policía Armada a caballo, niños anidados en las rejas de las ventanas que flanquean la puerta del templo, «ratones» de Rafael Franco bajo los pasos, brillando al sol más luminoso del año los roleos dorados del paso del manso Señor de las Penas y repicando por campanilleros las caídas bordadas en música del palio de la Virgen de Gracia y Esperanza. Ya sabemos que la gloria es más que esto, pero es lo más parecido que conocemos y lo que él más amaba. Por eso es lo que le deseamos en el día en que Pepe, Miguel y otros cofrades que son ya historia de sus hermandades se citaban en la puerta del Palacio Arzobispal para ver salir a la Virgen de los Reyes.

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